La Chiqui se despierta y sale de su bañera. Son las cuatro de la tarde y el maquillaje está corrido. En el perchero reposan su vestido luminoso y la peluca roja por la que aún debe "dos lucas". Se extiende el rumor del exterminio; adalides de la moral están acabando con cuanto marica se vayan encontrando. Ya hay saldo rojo. Y desde ahí se cuenta su historia, la de la Chiqui, una travesti de Medellín que se debate entre salir a la calle a buscar la muerte o, quizás, esperarla desde su rincón del mundo.

Han pasado casi treinta años y Fernando Zapata aún está en la escena. Ella canta, camina, baila, grita, se lamenta, nos hace reír; pero lejos de vulgarizar o caricaturizar a la travesiti temerosa y ansiosa, nos pone de frente con la realidad de un ser —el travesti— que identificamos más por su parafernalia pública y nocturna que por su intimidad de cuatro de la tarde (¡cómo es de lento el reloj a a las cuatro de la tarde!).
Las grietas que van quedando en las vidas de los outsider, de los que contradicen, de los que se burlan de los parámetros sociales (porque en últimas, el travesti puede llegar a ser una caricatura de lo que los hombres y las mujeres somos), son grietas por las que se cuelan el dolor y el miedo. Y por esas grietas se nos va yendo la vida de la Chiqui.
Siempre me queda una desazón extraña cuando salgo de un teatro vacío, presenciar una obra en compañía de tres espectadores más me produce tristeza. Por eso hoy quiero escribir: Vayan a ver "¡Ay! Días Chiqui", en Exfanfarria Teatro. Este es el último fin de semana y entiendo que hace mucho tiempo no se presentaba esta versión (la original) y aunque es clásica o de la vieja guardia del teatro en Medellín, seguramente las nuevas generaciones que comienzan a conectarse con el teatro, no han tenido la oportunidad de ver a Fernando calzando los zapatos de la Chiqui.
No hay comentarios:
Publicar un comentario