Grupo: Teatro El Trueque
¿Dónde la vio? En Teatro El Trueque
¿Cuándo? El sábado 17 de octubre
Por Jenny Giraldo García
Tres hermanos en la sala de una casa, el retrato de una madre muerta, el cadáver del padre yace en su habitación, un cuarto hermano por ahora ausente de la escena. Es La última noche, de Teatro El Trueque, una dramaturgia de José Félix Londoño, inspirada (no basada) en los textos La muerte de un viajante, de Arthur Miller y Adiós a los padres, de Peter Weiss.
Tres hermanos en la sala de una casa, el retrato de una madre muerta, el cadáver del padre yace en su habitación, un cuarto hermano por ahora ausente de la escena. Es La última noche, de Teatro El Trueque, una dramaturgia de José Félix Londoño, inspirada (no basada) en los textos La muerte de un viajante, de Arthur Miller y Adiós a los padres, de Peter Weiss.
Las narrativas teatrales de Londoño tienen, en muchos casos, ese elemento común: el padre ausente. Recuerdo Confesiones de un amor casi posible, basada en Lolita de Nabokov, donde aparece el profesor Humbert, quien es asumido como esa figura de padre-esposo, desatando una edípica –o eléctrica– relación. También está Pasajero a Betania, en la que Gonzalo Arango pretende hacer la ruta de su padre muerto y nos deja conocer los abismos de su relación con él. Y está, por supuesto, la obra en la que de manera más evidente se concreta la acción de “matar al padre”: El ángel de la culpa, de Marco Antonio de la Parra.
No es sorpresa entonces que La última noche, un estreno de 2014 que se reestrena con valiosos cambios en 2015, también contemple ese tópico. Aquí, los protagonistas son los tres hermanos: un artista, un sacerdote y un borracho. Cada uno de ellos expondrá ante el público sus relaciones con el padre y con la madre, dejando ver, a través de tortuosos recuerdos representados en voces, la mezquindad o la generosidad que las atraviesan. Una madre amorosa y complaciente y un padre arrogante y distante marcan profundamente el presente de Antonio, Marcos y Carlos.
Me gustaron particularmente las representaciones de esos recuerdos, la historia e imagen que cada uno construye de sí mismo a partir de las palabras escuchadas, de los gritos, de los calificativos. Tres hermanos que, desde la oscuridad de sus habitaciones, escuchaban las peleas, los insultos, los llantos de una madre abnegada y que hoy, siendo adultos, ponen en relación con los otros sus frustraciones, sus deseos más opacos, la satisfacción –matizada con culpa– que les produce la muerte del progenitor. Me quedó faltando, sí, mayor desarrollo del pasado de ese cuarto hermano, Arturo, que aparece hacia el final de la escena y que devela un final inesperado.
La atmósfera de la obra me transportó hacia El Orfanato (2007), ópera prima del joven director Jorge Alberto Bayona, o hacia Los Otros (2001), la gran película de Alejandro Amenábar, por el color de la escena, su temperatura, presencias fantasmagóricas que se adivinan en el sutil movimiento de una lámpara, un cuadro como el de Carlos ante una silla, con un par de zapatos en sus rodillas, como si fuese a lustrar unos zapatos sin cuerpo que los calcen. Pero, además, ambas películas, como la obra, cuentan una historia desde esa oscuridad en la que pueden tejerse las relaciones familiares, los fantasmas que nos habitan en esas construcciones y las culpas que siempre median en nuestro encuentro entre padres, madres, hijos y hermanos.
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